Catalogar libros que he leído siempre
ha estado una de mis pequeñas aficiones. Me gusta identificar,
clasificar y proponer géneros y subgéneros para las
novelas ya consumidas. Ya veces me encuentro con obras casi inclasificables,
llenas de imaginación y de originalidad que casi debería
recibir el honor de crear un nuevo subgénero dentro la literatura
fantástica. La Estación de la calle Perdido es sin duda una de ellas.
Esta novela derrama imaginación en cada
página que lees, te traslada a un mundo completamente nuevo,
del cual no has leído nunca nada, del cual no sabes nada,
pero al mismo tiempo, un mundo que es muy próximo. Bas-Lag
es el nombre de este mundo, y Nueva Crobuzón el nombre de
la ciudad donde se suceden las aventuras descritas en la novela.
Puede que el verdadero protagonista sea esta ciudad: Enorme, desmesurada,
vivísima, decadente, podrida, cosmopolita y a la vez repulsiva,
caótica y atrayente.
Cuando horas después de leerme la novela,
intento recordar su argumento, me vienen a la cabeza imágenes
evocadoras: La misma ciudad, completamente consumida, sus habitantes,
tanto humanos como xenianos: mujeres con la cabeza ocupada por el
cuerpo de un escarabajo (Khepris); los vodyanoi, capaces de trasformar
momentáneamente el estado del agua; los garuad, hombres-pájaro
con tendencias filosóficas, por no hablar de los "rehechos",
esos habitantes condenados a ser mutilados y rehechos con partes
de otros animales o especies como castigo
o a intensas batallas
de monstruos, luchando a la vez en distintas dimensiones... uno
de los cocktails más imaginativos que recuerdo.
Lejanamente, la novela me evoca recuerdos de
aquellas historias de Robert
Silverberg sobre el planeta Majipur donde la magia y la ciencia conviven. Aquí, en Nueva Crobuzón
este hecho es incuestionable. Al igual que los átomos son
la base para la física y por tanto para la ciencia, los taumaturgotes
(partículas mágicas) lo son para la magia.
Nada se deja al azar, Miéville nos abre la puerta a un mundo
ambientado en una era post-industrial, como un Londres o una Nueva
York de finales del siglo XIX, con una tecnología punta basada
en el vapor y con una taumatúrgia (magia) que se enseña
en las universidades. Una ciudad donde curiosamente no encontramos
electricidad, pero donde podemos contemplar robots funcionando con
vapor o dirigibles navegando por el aire mediante gas.
El argumento en sí se basa por un lado en el deseo de un
garuad (hombre-pájaro) a volar de nuevo i en la destrucción
que provocan unas bestias que nunca deberían haber existido;
todo ello mezclado con la especulación sobre el funcionamiento
de un motor basado en la energía teórica de la crisis.
Miéville mezcla estos tres elementos básicos y consigue
una novela dinámica y adictiva, que después de las
primeras 200 páginas (algo lentas) que sirven de presentación,
te dejan si aliento mientras vas descubriendo a cada página
que pasa nuevas maravillas descritas con el peculiar lenguaje barroco
del autor.
Eso sí, La Estación de la calle Perdido te
deja con ganas de conocer más sobre Bas-Lag. Por ahora solo
conocemos una parte de esta vasta, imprescindible e imaginativa
Nueva Crobuzón.
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