Frederick Pohl se aventura a realizar una segunda parte de una
de sus obras más conocidas (Los
Mercaderes del espacio) ni más ni menos que treinta
años más tarde. Y la verdad es que se sale con la
suya: La Guerra de los mercaderes acaba siendo mejor que
su predecesora. Y no solo por poseer un ritmo narrativo ágil,
casi trepidante, sino porqué el argumento borda el esbozado
en la primera parte. Solo un final algo apresurado podría
alzarse como nota discordante en el global de la novela, pero este
hecho no enturbia para nada la obra.
La acción se centra años más tarde de donde
acabó la primera parte, pero su lectura puede ser independiente
de esta. La Tierra continúa sumergida en la economía
consumista, las agencias publicitarias controlan los gobiernos,
las empresas, son el motor económico del planeta. Nada se
escapa al control de estas agencias... excepto la colonia de renegados
(conservadoritas) que se instaló en Venus al final del primer
libro.
Esta obra vuelve a ser una crítica salvaje a la publicidad,
al consumo masivo, a la sociedad occidental que ha perdido poco
a poco sus valores y los pocos ideales que tiene, incluso hoy en
día (un ejemplo son las leyes navideñas que obligan
a consumir y a realizar regalos). Buen parte de los 40.000 millones
de terrestres pertenece a la clase consumista y es adicta a uno
o más productos (refrescos, figuritas de colección
absurdas, nicotina inyectada...) en una Tierra decadente, contaminada
y sin energía, donde los taxis son tirados por personas,
donde los alimentos son totalmente artificiales, donde te pueden
quemar el cerebro por incumplimiento de contrato de compra, y donde
un despacho de lujo consiste en poseer un espacio con al menos una
ventana.
Todo esto se nos muestra a través de la narración
en primera persona de un alto ejecutivo publicitario, un redactor
de primera categoría que comprobará en su propia piel
lo que significa ser un adicto a un refresco a causa de una campaña
publicitaria agresiva. Un vendedor con talento que poco a poco va
cayendo en el pozo del consumismo debido a su adicción y
donde se ve envuelto en un complot de grandes proporciones. La vida
de Tennison Tarb se irá apoderando del lector, aunque represente
todo aquello que critica la novela. Y precisamente este factor,
el de mostrarnos el mundo tal como lo ve y lo entiende una persona
totalmente entregada a la publicidad y al consumo, es el que mejor
expresa las situaciones, entre divertidas y trágicas, a las
que nos enfrentamos en esta particular distopía que debería
pasar directamente a ser un clásico del género.
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