A estas alturas, no engaño a nadie sobre mi afinidad y devoción a un autor como Robert Silverberg, uno de los más grandes maestros de la ciencia ficción del s. XX. Hace poco alguien hablaba por las redes sociales sobre que el autor lleva casi setenta WorldCons en la espalda, lo que le confiere aún más un aire de leyenda viviente. Muchos sabéis también, que a finales de los años sesenta y principios de los setenta es cuando tuvo una explosión creativa de obras que pasarían a la historia por su gran calidad —El hombre en el laberinto, Regreso a Belzagor, El libro de los cráneos, Muero por dentro, Alas nocturnas... así como varios cuentos también excepcionales—. De esta época dorada todavía me faltan algunas novelas por leer y una de ellas, inexplicablemente, la tenía en la pila desde hacía muchos años. Hablo de La torre de cristal.
Esta novela es otro éxito literario de Silverberg que va más allá de la simple especulación científica porque nos aporta también una inquietud interna sobre grandes dilemas de la humanidad como es la creación de vida artificial y el uso que se hace de ella. Porque no nos engañemos, en La Torre de cristal encontraremos teletransportación, intercambios de personalidad a través de ondas cerebrales, ingeniería genética, comunicación extraterrestre, una reflexión sobre la dualidad religiosa y científica... pero sobre todo trata de la inteligencia artificial, los robots, de la vida creada en tanques y de lo que piensa esta vida no natural de su papel en la historia de la humanidad
Simeon Krug es un magnate que tiene un sueño: Contestar una comunicación supuestamente extraterrestre, conocer una nueva forma de vida, aprender, compartir, intercambiar... Krug es un romántico de la vieja escuela, un hombre hecho a sí mismo que ha creado un imperio de mecanismos artificiales del cual una Tierra casi utópica se aprovecha. Krug ha diseñado la vida artificial perfecta: Los sintéticos. Robots que no sólo parecen humanos sino que no se pueden casi diferenciar de ellos —Silverberg se avanza en una década a Dick en este aspecto—. Sus fábricas crean vida en tanques y les otorga tres niveles de inteligencia. Los gamma, la más baja, obreros; los Beta, que poseen capacidades de liderazgo también; y los Alfa, sintéticos plenamente conscientes y capacitados para realizar tareas imposibles para los humanos. Todos los sintéticos viven en barrios afines, poseen un cierto grado de libertad a las horas de ocio y trabajan para empresas o directamente para los humanos. Y el mismo Krug tiene miles en sus enormes factorías y programas.
Pero Simeon Krug tiene un proyecto mastodóntico, impensable, descomunal que ya ha comenzado a levantar: una torre de cristal que debe hacer un kilómetro y medio de altura y que se utilizará como una torre de comunicaciones para tratar de establecer conexión con una raza extraterrestre que envía un mensaje repetitivo desde hace años. El empresario, sueña con comunicarse con los alienígenas de forma más o menos instantánea cuando la torre funcione. Y a Krug le brillan los ojos sólo de pensar en ello, su espíritu romántico es muy contagioso y como lector también aspiras a palpar este sentido de la maravilla que te proporcionan los anhelos del magnate. Me ha recordado vivamente al personaje Karoly de Bran, aquel apasionado científico creado por George R. R. Martin en Nightflyers que soñaba a toparse con una raza alienígena de leyenda.
Pero volvamos a la Tierra y dejemos de soñar por un momento. Aquí tenemos los robots, los sintéticos que esperan algo más. Los alfa han montado una religión escondida que adora a Simeon Krug, su creador, una corriente que pide obedecer ciegamente a la persona que les otorgó la vida porque así creen que empujado por la paciencia y la generosidad, los acabará liberando y otorgando los mismos derechos que a los humanos. Ya hay algunos robots en las esferas políticas reclamando —sin demasiado éxito— que los robots puedan vivir al mismo nivel que los humanos.
Y aquí es donde el genio de Silverberg se despliega y nos ofrece una aventura de ritmo frenético, con diálogos llenos de vida y que nos acerca a la lucha por la libertad y la búsqueda del equilibrio entre la política y la religión para abrirse paso en una sociedad subterránea y escondida plenamente artificial. Una lucha que podemos equiparar a la esclavitud sufrida por las comunidades negras en un país como EEUU durante tantos siglos y que ya sabéis, vuelve a estar de máxima actualidad. Pero es un afán que enfrenta a los mismos robots, algunos partidarios de acciones más incisivas, mientras otros miran el camino de la religión para liberarse.
(...) “La economía humana depende del concepto de los androides como propiedad. Eso puede que cambie, pero no a tu manera. Ese cambio solo puede venir de un acto voluntario de renuncia por parte de los humanos.
— Qué suposición tan ingenua. Les atribuyes virtudes que en verdad no tienen.
— Nos crearon a nosotros. ¿Pueden ser demonios? Si lo son, ¿Qué somos nosotros?
— No son demonios —dijo Archivero—. Son seres humanos que son ciega y estúpidamente egoístas. Hay que educarlos para que comprendan qué somos y qué nos están haciendo. No es la primera vez que hacen algo así. En otro tiempo, hubo una raza blanca y una de negra, y los blancos esclavizaron a los negros...(...)”
Unas reflexiones que podemos poner hoy en día en plena actualidad y no sólo cuando hablamos de racismo. A través, pues, de esta premisa, Silverberg, elabora una novela increíble que nos llena de argumentos sobre el que puede significar la vida, sobre los problemas filosóficos a que se puede enfrentar un sistema artificial para determinar su libre albedrío, sobre las corrientes místicas y acientíficas que se pueden generar en un entidad pensante —provenga de un útero, de una probeta o de un tanque— y por lo tanto la búsqueda de equilibrio en esta lucha entre la razón, la religión y el fanatismo.
(...)” ¿En esto consiste ser humano? ¿Estas decisiones, estas dudas, estos temores? Entonces, ¿Por qué no seguir siendo un androide? Aceptar el plan divino. Servir y no desear más. Alejarse de estas conspiraciones, de este lío de emociones, de esta maraña de pasiones. (...)
Silverberg aprovecha esta premisa para ofrecernos una visión religiosa original y enfocada completamente a una persona —Viva, además—, donde los androides recitan los tripletes de ARN, las secuencias genéticas que son la base de toda vida. Buscan la redención también, como un perdón por una existencia que no emerge por los conductos habituales pero que puede formar parte de una nueva evolución. Este término es importante para el autor. El primer capítulo ya es una oda a la evolución, el cambio constante y la adaptación al medio y a medida que leemos más, el autor dirige su atención a que la humanidad tiene que cambiar constantemente... y si existe la más mínima posibilidad de encontrar vida extraterrestre... hay que lanzarse de golpe. Me encanta este fragmento:
(...) “Si estás en una cárcel te escapas. Si ves una puerta, la abres. Si oyes una voz respondes. Eso es el hombre. Y por eso estoy construyendo la torre. Tenemos que responderles. Tenemos que decirles que estamos aquí. Tenemos que llegar a ellos, porque hemos estado solos demasiado tiempo, y eso hace que tengamos idees raras sobre nuestro sitio y nuestro propósito. Tenemos que seguir avanzando, salir del océano, subir por la playa, salir, salir, salir, porque cuando dejemos de movernos, cuando volvamos la espalda a lo que tenemos enfrente de nosotros, entonces será cuando volvamos a tener de nuevo branquias (...)
Ya veis, un lenguaje intenso, muy vivo y estimulante. Hay capítulos llenos de vitalidad, párrafos que corren a la velocidad del pensamiento y que me ha recordado mucho al estilo que emplearía tres años más tarde con obras como Muero por dentro.
Otro gran clásico, pues, con el que he disfrutado muchísimo. Tanto por su sencillez de planteamientos como por todo por la extraordinaria capacidad de Robert Silverberg para conectar con el lector y ofrecer de una manera amena y distendida, conflictos y dudas sobre la vida, la ciencia, el futuro o la misma evolución... toda una maravilla.
Eloi Puig
26/08/2020
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